NI CON ANIMALES NI CON NIÑOS

NI CON ANIMALES NI CON NIÑOS

Jesús del Cerro, director de la película

Los rodajes de cine se preparan con meses de antelación, se realizan castings para elegir a los actores, se eligen las localizaciones y, a cada una de ellas, como en una procesión, acuden el director, el director de arte, el de foto, el jefe de producción, el jefe de eléctricos y así cada responsable de equipo. Uno acuerda la decoración necesaria y el atrezzo, el siguiente cómo se va a iluminar y desde dónde. Producción cierra la logística y los contratos, se mira cómo se van a instalar las luces que ha pedido el director de foto y ha aprobado el director. Mientras todo esto va aconteciendo se realizan ensayos, pruebas de cámara, se decide vestuario, maquillaje, peluquería, se montan reuniones para probar los efectos especiales y, con los especialistas, se ensayan las caídas, atropellos y demás situaciones en las que es necesaria su intervención. Un día de rodaje es muy caro y hay que tener todo controlado; hay montones de variables que no se pueden prever al cien por cien, aunque se intenta. Se consultan la previsión meteorológica, se comprueba la idoneidad de las rutas, se pregunta si va a haber obras en los alrededores del rodaje para evitar los siempre molestos ruidos, se habla con todos los vecinos y se comprueba en los ayuntamientos si piensan asfaltar o poner alguna tubería cerca. En definitiva, se rastrean e identifican todos los posibles problemas.

Todo debería ir bien en los rodajes, se podría pensar, pero entonces te llega un guion que se llama En otro lugar y recuerdas la mítica frase de Alfred Hitchcock: “Nunca ruedes ni con animales ni con niños, ni con Charles Laughton”. Yo habría adorado trabajar con Charles Laughton, aunque si para el maestro Hitchcock fue complicado trabajar con él, no me quiero imaginar para el resto de los mortales. Laughton murió en 1962, por lo que es imposible que podamos coincidir (en esta vida) en un set de rodaje. Con todo ello, leí el guion y no vi a ningún niño, así que dos de los problemas que aparecían en la frase no existían, pero teníamos dos vacas y una burra (especialmente la burra) en multitud de secuencias. Yo había rodado con caballos, perros, ovejas, gatos, ratones, cucarachas, arañas, palomas, serpientes… pero nunca con una burra, ni con dos vacas. La lectura del guion me trajo otra sorpresa: teníamos, además, un lobo.

Meses después de la primera lectura y ya preparando la preproducción de la película, tuvimos una reunión especifica para evaluar cómo trabajar con estos animales y cómo conseguir lo que necesitábamos de ellos. Las vacas y la burra actuaban, no estaban de fondo, debían sorprenderse, estar tristes o contentas, sentir y trasmitir e incluso tenían momentos cómicos y alguno muy emotivo. Además estaba el lobo que tenía que atemorizar a la burra hasta recibir una coz… Todo muy bonito en papel y muy complicado en rodaje. Oía risitas en mi cabeza cada vez que abría el guion y, como no veía a nadie reírse a mi alrededor, asumí que Alfred Hitchcock (quizá acompañado de Charles Laughton) se reía de mí desde el Olimpo de los actores y directores. 

Empecé a tomar decisiones: trataría de no usar efectos visuales e intentaría conseguir las reacciones armado de paciencia y rodando minutos y minutos con las vacas y la burra. El lobo sería una perra loba checoslovaca amaestrada que vivía en Palencia. Habíamos recibido vídeos y tenía todas las hechuras de un lobo, es decir, funcionaba perfectamente para los planos generales, pero no era fiera, así que para los planos cortos usaríamos un pastor alemán, también amaestrado, pero que nos podía dar la fiereza en los detalles. Para igualarlo a la perra loba, le cambiaríamos el color del pelo en postproducción. Al acabar la reunión, Víctor y Juandi nuestros aguerridos ayudantes de producción, se iban a Cantabria a buscar las vacas y la burra. Éramos conscientes de lo complicado que iba a ser encontrar una burra que hiciera todo lo que el guion requería, pero el cine es magia y la magia es imprevisible, por lo que les deseé suerte mientras pensaba que la esperanza es lo último que se pierde.

El rodaje cada vez estaba más cerca y no paraba de darle vueltas a las secuencias con las vacas y la burra. Víctor y Juandi me habían mandado fotos y vídeos de vacas y más vacas y, más o menos, tenía claro cuáles quería. La burra tenía mucho más protagonismo y no podía elegirla viendo unas fotos o unos vídeos. La coz de la burra estaba resuelta, la haríamos en postproducción. Las pruebas que habíamos hecho estaban muy bien, así que asunto resuelto. Pero seguía necesitando una burra que tuviera paciencia, que no se asustara al ver un equipo de rodaje con focos, cámaras, trípodes, que fuera dócil y que pudiera interactuar con los actores. Además, debía emocionarnos en algunas secuencias y empezar la película tirando de un carro. Oí una carcajada, ahora estaba seguro que era Hitchcock; pensaría que tener una burra, bueno, que fuera dócil, quizás, que no se asustara, podía ser, pero que interactuara con los actores y trasmitiera sentimientos ya era de carcajada. Él rodó una película que se llama Los pájaros y pensé que, guardando las distancias, yo iba a rodar Dos vacas y una burra. Seguro que también oyó risas cuando preparaba la película, pero la hizo porque confió y creyó en el proyecto. Yo debía hacer lo mismo. Cogí un coche y me fui para Liérganes, en Cantabria, donde Víctor y Juandi me esperaban con localizaciones y tres burras candidatas para el papel.

Al caer la tarde llegamos a una casa en mitad de la montaña. Allí vivía una familia que tenía tres perros, cinco ovejas y tres burras. Cuando entramos en la finca vi que aquello podía salir bien. Las cinco ovejas vinieron corriendo a nuestro encuentro y, literalmente, se nos tiraron encima. Las ovejas normalmente se asustan por cualquier cosa, sin embargo, aquellas ovejas habían venido corriendo al vernos. Nos explicaron que toda la familia interactuaba con los animales y por eso estaban acostumbrados a las personas. A los pocos minutos tres burras aparecieron, no corrieron como las ovejas, venían más lentas pero, poco a poco, se nos fueron acercando: una blanca, una marrón y una negra. La blanca era la mayor, una abuelita, se acercó y casi nos pidió que la acariciáramos, cosa que hicimos con sumo gusto. Era mansa y muy tranquila. La burra negra, más nerviosa, se acercó a Víctor y se interesó por las zanahorias, pero nos miraba con cierto recelo. Yo miré a la marrón que estaba a un par de metros observándonos. Me dijeron que se llamaba Liébana. Me planté delante de ella, nos miramos con respeto (o eso me pareció a mí), saqué mi teléfono dispuesto a hacerle una foto, Liébana se acercó y, para mi sorpresa, posó para la foto. Cambié el punto de vista de la cámara para que ella pudiera verse en la pantalla del teléfono. Liébana dudó un segundo, pero volvió a posar y nos hicimos un selfie. Juandi acariciaba a la burra blanca, Víctor daba zanahorias a la negra y Liébana se hacía selfie tras selfie conmigo, bueno, yo apretaba el botón, pero ella posaba una y otra vez. Decidí que, ya puestos, debía ensayar con ella. Liébana dudó, me miró extrañada, pero, tras un par de tomas, entendió lo que debía hacer y, demostrándome que lo que le pedía era fácil, clavó el ensayo. Yo no daba crédito, miré al cielo y no oí ninguna risita; probablemente, Hitchcock estaba tan sorprendido como yo. Liébana y yo nos miramos y, con una zanahoria, sellamos allí mismo un acuerdo. Liébana sería la protagonista de la película, solo quedó en el aire la negociación para decidir el número de zanahorias que nos iba a pedir por cada día de rodaje.